viernes, 10 de julio de 2015

Renacer

Hace una semana morí. Me he negado a aceptarlo. Me he aferrado a personas, objetos y recuerdos para evitar el dolor de no existir. Pero esa huesuda que en sueños me lo había advertido, finalmente me ganó la batalla.

Lo que más cuesta de morir es la parálisis, darte cuenta que no puedes mover tu cuerpo que en minutos será el festín de miles de bichos subterráneos que ni siquiera habías alcanzado a fabricar en tus peores pesadillas.

El miedo que experimenté cuando descendí a las profundidades y comenzaron a echarme tierra encima no se lo deseo a ningún mortal, pero lo que más me aterrorizó fue ver que una horda de insectos salvajes se acercaba con determinación a ese cuerpo al que estaba tan apegada por todo el placer que me había permitido experimentar. Los alaridos que se desprendieron de mis entrañas fueron inútiles, pero cuando estaba al borde de la desesperación me sorprendió darme cuenta que ya no podía sentirlos…

Experimenté alivio, por primera vez comprendí que soy consciencia y que el cuerpo es el carro que Dios nos presta para viajar por la dimensión física, para experimentar con los sentidos la belleza de la existencia, la alegría de un abrazo, la sal del mar, el calor del sol, la saliva del ser amado. Continué observando con serenidad cómo los insectos se comían mi cuerpo, pero cuando recordaba que ya nunca más luciría como antes el dolor se volvía a apoderar de mí. Luché contra esa emoción amiga de la vanidad durante tres horas o tres noches o tres siglos, ya ni sé, porque ahí comprobé que es real eso de que el tiempo no existe.

Cuando pude entregarme a la muerte bailamos el más dulce bolero, volví al útero de la madre tierra, observé con alegría que mis desechos -que ya no eran míos- alimentaban a preciosos animales que equilibran la vida en el planeta azul y mezclada con ellos me convertí en el compost más fértil que jamás haya podido preparar para mis plantas.

En todo ese proceso, sentí la lluvia, bendije el agua y el viento en un soplo trajo una pequeña semilla. Me abrí con todo el amor nunca antes experimentado y permití que se fecundara dentro de mí…


El universo me tendió una maravillosa trampa para que yo volviera a florecer… Comprendí eso que las sabias ya me habían enseñado sobre los ciclos de la mujer, de la luna, de la vida. ¡Conocí la alegría de renacer una y otra vez!