Siempre será sorprendente releer y releer esta obra poética de Gonzalo Arango, la cual a pesar del tiempo parece que, para bien o para mal, no pierde vigencia...
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Panorámica de Medellín desde el barrio Santo Domingo Foto: Grupo de Estudio Multidisciplinar del Territorio - Gemte |
"Un bus me deja a mitad de camino.
Por 30 centavos compro 15 minutos de paisaje. A la montaña subo a pie, jadeando
de calor hasta coronar la cumbre. A la casa donde voy se entra por una avenida
de rosas cuyos botones estallaron esta tarde al sol. Todavía, en el perfume del
aire, mi carne percibe la cópula de la naturaleza.
La visión de la ciudad es
espléndida desde esta altura. Puede pensarse en un paisaje ideal para místicos,
pero aquí viven los industriales antioqueños.
Todavía no me tomé una copa, y ya
estoy ebrio. La voluptuosidad del aire emborracha mis sentidos. Me niego a
beber para conservarme lúcido, y gozar este paisaje fascinante tan parecido a
la gloria. Para empezar, un jugo de moras.
Marina me enseña el nombre de las
matas que crecen en su jardín: gardenias, alelíes, crisantemos y girasoles.
¡Qué derroche de belleza! No falta un color, y todos los aromas están
presentes. Escandalosa lujuria de esta tierra donde brota el milagro por el
amor de un corazón y unas manos de mujer.
Quisiera vivir en medio de este
esplendor de fuerza, sol y poesía. Pero tal vez no. Esta violencia
desencadenada terminaría por matarme, es demasiado inhumana. Mi alma también
ama la pobreza, la aridez y las piedras. Mi dicha muere en el exceso. Y esta
belleza es perfecta. La felicidad tendría aquí su reino, pero también una
muerte melancólica. El corazón necesita ausencias para alimentar el deseo.
Nos instalamos en la biblioteca.
Tomamos un licor seco, excitante, y estamos felices. Tras los vidrios una
terracita sembrada de pinos semeja un balcón sobre un abismo que titila: ¡La
ciudad!
Anclada en la oscuridad,
chisporrotea con sus neones brillantes. El viento mece los árboles. El cielo
centellea apacible. Me siento despojado de espíritu, vacío de ideas, sólo
abierto a las embriagueces del cuerpo.
Lenta y cálida invasión de
felicidad que nace al mismo tiempo que la noche. Reconciliación de mi ser con
el mundo. Esta noche sólo existo para afirmar, para consentir. No tengo dudas
sobre nada. Ni siquiera los asesinos pensamientos de muerte. Perfecta plenitud
en el mundo y en mi alma: una paz de piedra, dicha sin fondo.
Olor de eucaliptus y rosas en la
biblioteca. Me digo: es el buen olor de la sabiduría, esta inocencia que no
está escrita más que en el aire, y más alto aún, en las estrellas.
Cuando a media noche salgo en la
terracita veo la ciudad iluminada, feliz bajo la fresca noche de verano.
¡Oh, mi amada Medellín, ciudad
que amo, en la que he sufrido, en la que tanto muero! Mi pensamiento se hizo
trágico entre tus altas montañas, en la penumbra casta de tus parques, en tu
loco afán de dinero. Pero amo tus cielos claros y azules, como ojos de gringa.
De tu corazón de máquina me
arrojabas al exilio en la alta noche de tus chimeneas donde sólo se oía tu
pulmón de acero, tu tisis industrial y el susurro de un santo rosario detrás de
tus paredes.
Bajo estos cielos divinos me
obligaste a vivir en el infierno de la desilusión. Pero no podía abandonarte a
los mercaderes que ofician en templos de vidrio a dioses sin espíritu.
Te confieso que no me gustaba tu
filosofía de la acción, y elegí para mí la poesía. Este era el precio de mi
orgullo y mi desprendimiento.
Tus mañanas son las más bellas
que han amanecido en ciudad alguna. Pero me negaba a perder su contemplación
por tus oficinas burocráticas. No, Medellín: prefería esperar tus mañanas en un
bar, o en un parque solitario para que te vomitaras plena de libertad y
radiante de sol sobre mi corazón borracho.
Por eso me decías “vago”, porque
nunca fui avaro con tu belleza. En cambio tú nunca fuiste generosa con mi
locura. Yo te daba mucho amor y te adoraba. Pero de tanto amarte casi me
destruyes.
Huí de tu belleza y de tus
glorias para conquistar las mías, en vista de que no parecías orgullosa de mis
alabanzas, y me despreciabas como a un bastardo porque no hacía lo de todos:
rezar el rosario, casarme, trabajar como un negro y después morir.
De noche te era fiel, era tu
testigo desvelado para que tu belleza no fuera inútil: te aseguraba un reino en
mi conciencia y una dicha en mi corazón exaltado. Pero nunca comprendiste la
humilde gloria de tener un poeta errando por el corazón desierto de tus noches
considerándote mi hogar, mi amante, y mi única patria.
Eres utilitaria en cambio, y
preferías acostarte con gerentes y mercaderes. También eres tiránica, pues te
place la servidumbre, dominar soberana en el reposo de los vencidos y los
muertos.
Sola y pura con tu gloria
inhumana. Avara con tu majestuosa belleza. No te das porque a todos has matado,
Medellín asesina, Medellín de corazón de oro y de pan amargo.
¿Por qué te empeñas en matar el
Espíritu? Yo sé: porque el Espíritu tiene sus glorias que te rivalizan en
poder.
No todo es Hacer, Medellín.
También No-Hacer es creador, pues no sólo de hacer vive el hombre. Dijo
Lawrence: “Prefiero la falta de pan a la falta de vida”. Pero tu fanatismo
laborioso no te da tiempo para asimilar otras filosofías de la vida. No has
tenido tiempo de aprender el Poder sin la Gloria. A veces le coqueteas al
Espíritu, pero pesas demasiado con tu materialismo para permitirte una grandeza
que no es elevada, que no es del alma.
No tienes corazón ni ojos para
estas gardenias que me rodean, estos lotos en su laguna, ni para esta carga
embriagadora de perfumes, y esta dicha carnal que me llega del silencio. Eres
de una inocencia perversa porque asesinas el alma de las flores; porque
arruinas el cielo con tus vomitadoras chimeneas; porque robas al sueño su
silencio con tus ronquidos de producción en serie.
Hay otras mercancías que no
produces: los alimentos del alma. Ni siquiera tienes una fabriquita para
alimentos del alma. Tus politécnicos y universidades sólo vomitan burócratas,
peones, jefes de personal y millares de contadores para tu potente máquina
económica, tus cerebros electrónicos y tu Bolsa Negra.
¡Castrados de espíritu! Y yo sé
que no son brutos. Al contrario, son idealistas y mesiánicos, herederos de
conquistadores. Pero tú eres horriblemente frustradora.
Eres incapaz de producir un líder
espiritual, ni siquiera un mártir. Porque antes de que el Iluminado diga su
mensaje de salvación, ya tú le has ofrecido un puestecito en el Banco Comercial
Antioqueño, y lo conquistas para heredero de tus tradiciones, socio de la
Venerable Congregación de los Fabulosos Ingresos Per Cápita y Caballero del Santo
Sepulcro.
Así coaccionas el espíritu de
creación, la libertad y la rebelión. Eres endemoniadamente astuta para
conservar la vigencia de tus estúpidas tradiciones. No admites cambios en tu
poderosa alma encementada. Sólo te apasiona la pasión del dinero y aforar
bultos de cosas para colmar con tus mercancías los supermercados.
Esto no estaría mal si con tus
excesos y tus delirios productivos te acordaras de que tienes alma. Pero el
tiempo del ocio lo ocupas en engrasar tus poderosos engranajes que mueven día y
noche tu filosofía del Hacer, tu pensamiento reproductor.
A veces apestas a gasolina y
hollín, mi pequeña Detroit. Cuando me abrumas con tus puercos olores siento
piedad por tu insensato autodesprecio. Ni siquiera hay un rinconcito en tu
monstruoso corazón de máquina para que florezca la flor bella, la flor inútil
de la Poesía.
* * *
Y así... tu belleza me daba el
gusto amargo de la muerte. Tu desprecio en vez de anonadarme me infundía coraje
y una terrible fuerza para conquistar los cielos, los mares y los amores
imposibles, y a mí mismo que estaba muerto en la nada.
A pesar de ti, te debo lo que
soy, pues no sería nada si no hubiera nacido bajo tu cielo. Tu tradición me
predestinó desde siempre a la rebeldía. La demencia de tu producción me arrojó
en los hornos de la pasión creadora y la contemplación.
He sabido estimarme en la medida
en que me despreciabas. Abracé la soledad porque me arrojaste de tus templos,
tus fábricas y tus cementerios donde no daba la medida de la muerte. Me
cerraste todas las puertas y me quedé fuera de tí, sin tí, y me obligaste a
mirar hacia lo alto y hacia el fondo, a mi alma y al cielo.
En tus calles besé el rostro
amargo del fracaso. Te suplicaba en silencio en tus noches de eterna belleza,
pero no entendías mi lenguaje de oración. Había que enternecerte a martillazos,
hacerte razonable a golpes de sacrificio: cabeza dura de cemento, alma de
caldera, arterias de hierro galvanizado que alimentan de aceite tu corazón. No
de sangre, y por eso eres más insensible que un zapato.
Tu desalmada indiferencia me
obligó a vencer mis feroces enemigos: esos fantasmas interiores que
crucificaban mi carne joven con fieros clavos de auto-destrucción. Yo chillaba
de dolor silencioso en el mismo corazón de tu desprecio.
Lo que más me atormentaba era un
áspero deseo de suicidio que intenté con horribles venenos entre tus petulantes
rascacielos, o en la sordidez de tus burdeles donde me consagraba a horrendas
orgías con ancianas, mendigas harapientas y niñitas rameras que podían ser mis
hijas.
Pero fue inútil, yo soy alma
difícil de crucificar. Veinte años antes me habías hecho heroico cuando de niño
asaltaba tus montañas acosado por el hambre. Con las primeras guayabas que te
robé me hiciste invencible y poeta de la rebelión.
¿Recuerdas el susto que me diste
aquella tarde cuando enviaste tus policías a la verde y desolada colina donde
la estatua del Salvador abraza la ciudad?
Yacíamos de cara al sol de la
tarde mi amiga y yo, modestamente abrazados leyendo un libro de poemas. Nos
apuntas con un revólver asesino porque según tu moral eso era pecado, o sea,
estar allí solos y benditos de cara al cielo azul. Te empeñabas en que éramos
dos delincuentes por estar allí “profanando” la estatua de yeso de nuestro
querido Señor Jesucristo. Pero no se te ocurre que el amor entre dos seres
vivos es la cosa más santa que hizo Dios. Y además, era falso lo que estabas
pensando, pues estábamos muy puros leyendo a Walt Whitman esperando que cayera
la noche para meternos a un montecito a... Bueno, eso a ti no te importa, vieja
chismosa.
Te empeñaste en inventarnos un
crimen para meternos en la cárcel, lo que intentaste hacer si yo no te hubiera
sobornado con mi recordada estilográfica “Parker” para que no cometieras esa
burrada con mi compañerita que estaba llorando de dolor, sintiéndose una
horrible prostituta dentro del sombrío ataúd rodante donde nos embutiste como
un par de tenebrosos criminales.
Nunca te perdonaré aquellas
lágrimas, Medellín malo, pues mataste en el amor de mi niña la inocencia animal
de su cuerpo...
Y como eres una beata farisea y
retenida, nos niegas hasta la felicidad barata de esa cama verde tendida por
Dios para sus pobres amantes que por decencia no pueden ir a los burdeles donde
bendices la degradación de las almas, y hasta expides carnets para legalizar el
envilecimiento del amor.
Tu morbosa imaginación no puede
concebir dos seres puros hijos del sol, o de la noche, porque los condenas con
tu diabólica moral redactada por inquisidores prostáticos.
Francamente, Medellín, eres
peligrosa. Eres como el diablo para comprarle las almas, con la diferencia de
que tú no las condenas al Infierno, sino al No-ser.
No te enojes, mi querida, te amo
más de lo que crees, pues al fin tú me has hecho posible. A tí, que no me has
dado nada, salvo soledad y un poco de dura miseria, te debo la riqueza infinita
y humilde de mi ser, que no cambio por todo el oro de tus bancos comerciales.
Después de todo eres milagrosa.
Haces posible lo imposible: hasta eres capaz de producir un loco idealista como
yo. ¡Bendita seas!
Tu incomprensión ha creado en mí
un hombre nuevo, distinto a los hombres que produces en serie como si fueran
bultos de tela, muertos, o botellas de ron.
En ese desamparo me hice fuerte
para la lucha, y te negué el homenaje de mis bodas con la muerte y la
resignación. Y además, te debo gratitud, porque esa tu manera de parir
“monstruos” me regaló un santo que fue mi maestro Fernando González. Te vuelvo
a bendecir por él, a quien tanto hiciste sufrir, y tanto te amó.
* * *
Todo es calmo esta noche de una
manera dulce, sin furor. El cielo se derrama en una brisa de estrellas. Esta
luz esparce beatitud por el inmenso Valle de Aburrá. En lo más claro del cielo
se dibuja un elefante con alas que son enormes plumas de nubes. Semeja un ángel
en reposo, en pausa para elevar el vuelo al fondo más azul de la noche. Luego
se desintegra en una constelación de luces. Creo que estoy borracho.
En un sitio no lejos de este
monte, una mujer duerme su sueño puro. ¿O será desesperado? A esa mujer la amé
hace años. Aún oigo sus canciones de amor, su voz excitante y carnal. Siento
que el corazón es ingrato y acumula tumbas en la juventud que luego olvida. Al
principio las riega de amor, de besos, de lágrimas, de flores. Y luego de
indiferencia.
¿Qué será de esa mujer a la que
antes había hecho el homenaje de mi vida, y ahora soy incapaz de rendirle el de
un recuerdo, ni siquiera un deseo, ni nada que no sea este desgarramiento de
indiferencia?
En la biblioteca, hermosa fiesta
de silencios. Afuera todo calla, hasta mi corazón tumultoso. En lo alto del
cielo, todo se apacigua: el rumor de la ciudad, los sauces, el viento, mientras
la noche cruza silenciosa sobre este universo puro y sin memoria. Mi corazón
enamorado cesa de latir para que lo poseas con tu gloria, ¡oh cielo sagrado!
Puro dolor de dicha en esta noche
desierta, sin amarte, sin teléfono para llamar a Dios, solo con mi soledad que
no sabe dónde buscarte mi amor perdido, mi monja.
¡Oh, alma mía, qué amarga es la
belleza!
* * *
Amanece.
Mi amigo se ofrece a bajarme en
auto, pero me niego. El cielo estalla de estrellas, mil aromas, un canto
salvaje de cigarras, el rocío. Un aire tibio se pega a mi piel como si fuera
una amante.
Desciendo fumando cigarrillo,
feliz con las manos en los bolsillos por una carretera solitaria donde se
derrama la luz llena de la luna. No me inquieta el peligro.
Pero como siempre que estoy feliz
sintiéndome predestinado, llegas a interrumpir mis éxtasis con la santa
naturaleza, y me atropellas con un catafalco del que se baja un sargento muy
categórico que me pide identidad.
Me pones “¡manos arriba!” y me
requisas a ver si tengo puñales o armas asesinas, y me acorralas como a una
rata. Entonces te enseño una cédula donde quedé con cara de delincuente común,
lo cual fue mi perdición.
—¿Qué hace a esta hora por la
carretera?—preguntas.
—Nada—te digo—, paseo...
existo...
Era la pura verdad, ¿qué más
podía decirte?
—Ja, ja, ¿oyeron a este imbécil?
Dice que existe, ja ja ja.
¿No ves? Te burlas porque existo,
porque soy poeta, y me declaras culpable una vez más porque no estoy fabricando
trapos, ni durmiendo “como todo el mundo”. Entonces me empujas a tu asquerosa
ambulancia y me depositas en un hediondo calabozo lleno de estiércol y
marihuaneros.
Desgraciadamente esa noche no
tenía siquiera cigarrillos para conquistarte, para proponerte un “negocito” que
es el único lenguaje que te conmueve.
A cualquier precio querías hacer
de mí un delincuente, y en verdad no me explico por qué no lo soy, si hasta me
dejaste el estigma de un horrible complejo de culpa. Mi atormentada cara de
poeta sufriente fue siempre para ti un delito.
Mi hermano Jaime madruga a pagar
mi rescate, lo cual hace con inmensa piedad, y de paso me regala un sermón
marca “Made in Medellín”, y un paquete de cigarrillos.
Para justificarme, le digo a la
salida: “Oye compañero, te juro que soy inocente, lo que pasa es que tengo cara
de poeta maldito”.
* * *
Aquella mañana de expresidiario
reincidente fui a tu plaza de mercado a comer naranjas, y una vez más soy feliz
a pesar de mis desventuras, y adoro tus contrastes. ¡Qué bello, puro y viril es
tu pueblo antioqueño!
Imagínate que un culebrero nos
reúne en torno a su cacharros, y nos dice que “algunos del respetable público”
estamos condenados. Promete sacarnos el Diablo del cuerpo con una pomada
milagrosa por la módica suma de un peso. Eleva un brazo peludo de predicador y
exclama:
—¡No tengan miedo, mis hermanos...
Yo no les voy a robar... Este brazo es antioqueño y honrado, sólo lo uso para
acariciar la ninfa y dominar el oso!
Pues sí, estuve a punto de
abrazar a ese culebrero sucio y fornido, ¿sabes por qué, Medellín? Porque eres
capaz de inspirar a un estafador la frase que habría hecho inmortal a Don
Miguel de Cervantes.
Sobra decir que el filósofo ateo
Gonzalo Arango fue el primero en comprar la cajita de pomada milagrosa para
sacarse el diablo del cuerpo. Pero sin esperanzas de mejoría, pues cada vez que
me la unto, mi novia dice: ¡Amor mío, hueles a diablo!".
Fuente:
Obra negra. Santa Fe de Bogotá, Plaza & Janés, primera
edición en Colombia, abril de 1993.