Hace una semana morí. Me he
negado a aceptarlo. Me he aferrado a personas, objetos y
recuerdos para evitar el dolor de no existir. Pero esa huesuda que en sueños me lo
había advertido, finalmente me ganó la batalla.
Lo que más cuesta de morir es la
parálisis, darte cuenta que no puedes mover tu cuerpo que en minutos será el
festín de miles de bichos subterráneos que ni siquiera habías alcanzado a fabricar
en tus peores pesadillas.
El miedo que experimenté cuando
descendí a las profundidades y comenzaron a echarme tierra encima no se lo
deseo a ningún mortal, pero lo que más me aterrorizó fue ver que una horda
de insectos salvajes se acercaba con determinación a ese cuerpo al que estaba
tan apegada por todo el placer que me había permitido experimentar. Los
alaridos que se desprendieron de mis entrañas fueron inútiles, pero cuando
estaba al borde de la desesperación me sorprendió darme cuenta que ya no podía
sentirlos…
Experimenté alivio, por primera vez
comprendí que soy consciencia y que el cuerpo es el carro que Dios nos presta
para viajar por la dimensión física, para experimentar con los sentidos la
belleza de la existencia, la alegría de un abrazo, la sal del mar, el calor del
sol, la saliva del ser amado. Continué observando con serenidad cómo los
insectos se comían mi cuerpo, pero cuando recordaba que ya nunca más luciría
como antes el dolor se volvía a apoderar de mí. Luché contra esa emoción amiga
de la vanidad durante tres horas o tres noches o tres siglos, ya ni sé, porque ahí
comprobé que es real eso de que el tiempo no existe.
Cuando pude entregarme a la muerte
bailamos el más dulce bolero, volví al útero de la madre tierra, observé con
alegría que mis desechos -que ya no eran míos- alimentaban a preciosos animales
que equilibran la vida en el planeta azul y mezclada con ellos me convertí en
el compost más fértil que jamás haya podido preparar para mis plantas.
En todo ese proceso, sentí la lluvia,
bendije el agua y el viento en un soplo trajo una pequeña semilla. Me abrí con
todo el amor nunca antes experimentado y permití que se fecundara dentro de mí…
El universo me tendió una maravillosa
trampa para que yo volviera a florecer… Comprendí eso que las sabias ya me
habían enseñado sobre los ciclos de la mujer, de la luna, de la vida. ¡Conocí
la alegría de renacer una y otra vez!