Caminando por unas calles
desconocidas, el paisaje fue palideciendo hasta quedar del color de los
periódicos viejos, el cual se fue tiñendo del rojo de la sangre que volaba por
el aire cuando las balas se encontraban con los cuerpos de los transeúntes aterrorizados.
De repente, entré en el cuerpo de un niño de camisa amarilla y overol verde.
Siendo ese pequeño, alcancé a ver de lejos a la niña que siempre me había gustado.
Siempre tan bella, con vestido rosado, medias blancas y zapatos de charol
negro.
Sin saber por qué yo gozaba de
cierta inmunidad y corrí hacia ella para resguardarnos junto. En mi camino
hasta su mano alcancé a ver un cuerpo que mientras caía iba siendo despojado de
su piel hasta quedar en los huesos con tan solo un parche de músculo en la espalda.
Después de sobreponerme al impacto de esa escena, alcancé a la niña de mis ojos
y nos ocultamos en la habitación de un hotel en ruinas.
Yo la amaba tanto que no quería
que sufriera por lo que afuera estaba sucediendo, entonces la distraje con
bromas y con juegos, hasta que intempestivamente un hombre gigante vestido de
militar abrió con vigor la puerta. Por alguna razón que aún no comprendo, se
enterneció con nuestra escena infantil y no solo nos perdonó la vida, sino que
le pidió a dos mujeres de su tropa que nos pintaran la cara con escarcha
plateada.
¡Fuimos profundamente felices!